miércoles, 28 de noviembre de 2012

Mal de altura

Esta es la historia de un hombre que camina con un muerto. A partir de ahí un cuento. Un cuento que habla de mar, de cielo, de nubes. Desde arriba, desde la altura, desde esa posición en la que todo se deforma quizás para verse más claro. O no.
También es la historia de una búsqueda, porque todos y todas buscamos algo, pero solo unas pocas personas son capaces de asumir esa búsqueda en toda su radicalidad, en toda su crudeza, por las regiones etéreas y frías donde reina el mal de altura.
En cualquier caso, quizás lo más sensato sea leer más . O no.

sábado, 20 de octubre de 2012

La dificultad de mirar desde arriba

 La dificultad de mirar desde arriba radica en el problema de las distancias. Apenas se separa uno de la realidad de las cosas, y ya empieza a entrar en juego la acción engañosa de las perspectivas. Para evitarlo – eso podría pensar una inteligencia lógica y lúcida – nada mejor que permanecer pegado al mero ocurrir de los sucesos, ajustarse como una segunda piel a lo acontecido para ver si deviene acontecimiento. Sin embargo, por muy lógico que sea el razonamiento, por mucho que parezca la necesaria consecuencia de sus premisas, la experiencia, la terca y descorazonadora razón empírica, nos dice que los resultados de tan loable y abnegado esfuerzo no suelen ser más fiables que los que se obtienen desde la separación y el alejamiento; quizás por la sencilla razón de que la cercanía, por muy radical que esta sea, no puede dejar de ser una distancia y, como tal, pese a sus pretensiones de validez y fiabilidad, también se halla aquejada del mal de las perspectivas. Lo dicho, no solo tiene que ver con la conocida cuestión del árbol y el bosque u otros adagios similares de la sabiduría popular, sino también con la experiencia más prosaica y cotidiana que nos dice que si miramos cualquier objeto desde demasiado cerca, este tiende a desenfocarse y deformarse de forma irremisible. Por tanto, la única solución práctica – aunque eso sí, provisional – para afrontar el dilema sea aquella en la que que cada cual busca la distancia desde la que entienda que debe mirar las cosas, siendo, por tanto, el propio criterio, como en otros tantos casos, el único válido en estas lides.
Todo esto viene a cuento porque, de un tiempo a esta parte, he ido notando como mi separación con respecto a las cosas que me rodean no ha hecho sino aumentar. Lo curioso es que dicho alejamiento ha seguido una trayectoria poco habitual, o más bien poco previsible, una trayectoria que yo definiría como diagonal, es decir, hacia afuera y hacia arriba a un tiempo, aunque en las últimas semanas con una mayor intensidad en esa segunda dimensión. Dicho de otra manera, cada hecho que ocurre, cada situación, cada historia a la que tengo acceso, cada información que recibo, tienen la virtud de impulsarme cada vez más lejos del resto de mis congéneres, lejos, pero hacia arriba. Que veo a mis compañeros y compañeras suspirar aliviados porque ha sido otro quien ha pasado a engrosar la filas del paro, pues una fuerza irresistible eleva mi cuerpo separándolo del suelo en dirección a la ventana abierta; que leo en la prensa que los índices de pobreza aumentan al mismo ritmo que las fortunas escandalosas de los ricos, pues nuevo empujón por encima del sillón y de la lámpara de lectura, allá en las regiones del techo. Total, que rara vez salgo de casa sin que mi mirada halle más horizonte que el asfalto allá abajo y un paisaje poblado por las calvas más o menos evidentes que a todos nos van saliendo alrededor de la coronilla.
Podrá decirse que este fenómeno extraño que vengo padeciendo no es más que un ataque de soberbia o de orgullo exacerbado. Puede. De hecho, yo mismo, sufridor de una educación judeocristiana tan mutiladora como la de cualquiera, también he llegado a pensarlo. Sin embargo, examinando a fondo la cuestión, he llegado a la conclusión de que no hay nada de eso, sobre todo porque si dirijo la mirada sobre mí tampoco encuentro nada que me haga mejor que el resto de mis conciudadanos, y si observo con atención mi comportamiento, también hay una parte de mí que intenta alejarse volando de la otra que también soy yo mismo.
En fin, que tras ver un telediario, navegar por internet y recibir unos cuantos tuits; aquí me encuentro esta tarde encaramado en un lugar que no se si será la montaña de Zaratustra, la casa de Tarzán o cualquier otro lugar improbable donde la altura rarifica el aire y entumece los miembros. Tan solo espero que no sea un nido de águilas.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Mañana de agosto

Lo que encontrará en esta entrada la persona que lee es un relato, un cuento para usar la expresión más cálida y menos novelesca, un trozo de lenguaje escrito que trata de contar una historia, una historia de ficción, lo cual no quiere decir que no sea verdadera, una historia que nace con la única pretensión de ser leída. Su título, el mismo de la entrada: Mañana de agosto. Su argumento, algo relacionado con el mundo de los sueños, pero no con aquellos sueños que nos asaltan cuando dormimos, sino con los otros, con los que nos acompañan cuando estamos despiertos, esos que nos son imprescindibles para poder vivir. Pues bien, de esos sueños trata nuestro cuento, de ellos y del derecho inalienable a tenerlos, pero también de los esfuerzos continuos, del camino muchas veces pedregoso que nos vemos sometidos a emprender para poder intentar hacerlos realidad.
De todas formas, mejor que no nos lo cuenten. Si se trata de leer... leamos.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Llamadas telefónicas. Roberto Bolaño

Leer a Bolaño es siempre un ejercicio que se hace desde la distancia. Desde la distancia que va dejando su recuerdo, su pérdida, la imagen de la huella del maestro desaparecido; pero también desde la distancia desde la que hemos de mirarlo aquellos que apenas separamos los pies del suelo en este vuelo imposible que es la literatura. Leer a Bolaño es leer a un gigante hecho en la clandestinidad, en la oscuridad eterna de quienes se afanan durante años por levantar una obra y en ello empeñan algo más que la vida, de quienes saben que, como diría Pessoa, la verdadera gloria literaria es "La gloria nocturna de ser grande no siendo nada". Bolaño poeta, Bolaño novelista, Bolaño cuentista, Bolaño total y radicalmente escritor.
Ese es el Bolaño que he reencontrado en este libro de cuentos. Un libro de cuentos con tres partes que delimitan tres temas fundamentales: los escritores y la escritura; los detectives, la violencia y el lado oscuro de la vida; las mujeres, el amor y la siempre indefinible relación entre géneros; en cualquier caso, temas constantes en la obra del autor. Cuentos escritos desde la cercanía y el calor de la primera persona, historias escuchadas o referidas por personajes desdibujados sobre los que se cierne siempre una neblina de tiempo y distancia, historias terribles contadas desde una cotidianidad que, como bien sabe Bolaño, suele ser el refugio más habitual para todo aquello que verdaderamente nos hiela la sangre. Realidad y ficción, testimonio de una generación estancada en los caminos muertos de la historia, el DF mejicano, el Chile bajo Pinochet, la Cataluña oculta de los que viven a ras del suelo, el frío ruso y la California del cine porno, y París y una casa medio en ruinas a las afueras de Girona y..., retazos de vida escritos con jirones de piel.
Todo ello contado con una escritura fuerte, sin concesiones, pero que huye de alambicados efectos estéticos; una prosa directa pero compacta que es capaz de dibujar ambientes decididamente reales y decididamente literarios a un tiempo, por donde el lector, al menos ese ha sido mi caso, se adentra confiadamente para acabar atrapado por la historia como el insecto por la fragancia y el color de la planta carnívora.
En resumen, un ramillete de lo mejor de Roberto Bolaño, donde al volver cualquier página uno se encuentra con la figura desgarbada, inevitable y enigmática de Arturo Belano. Un goce para los amantes del relato corto.

jueves, 30 de agosto de 2012

Ante una nueva jornada

Aparecer, mostrarse a uno mismo, lejos de exhibicionismos narcisistas, sin humildades de sacristía pero tampoco con orgullos excesivos. Simplemente mostrar lo que uno escribe, lo que uno lee, lo que uno vive. Esa y no otra es la modesta intención de esta bitácora que, como tal, no deja de ser un cuaderno, un lugar misceláneo por naturaleza donde podrá tener cabida cualquier cosa que pueda interesar a alguien como yo, tocado por el mal de la literatura. Pero también algo provisional en su propia concepción, un algo que, como toda obra, se irá haciendo día a día, paso a paso, sin tener prefijado ayer la orientación que tomará mañana, un poco también como la literatura, un poco también como la vida.
Bien pensado, iniciar un proyecto como el de esta bitácora tiene bastante que ver con reiniciar un camino, y digo reiniciar porque estoy convencido de que nada nace de la nada, de que todas las cosas, y nosotros entre ellas, inician siempre su andadura desde un punto que jamás es el origen, aunque solamente sea por el hecho de que todas las cosas, y nosotros entre ellas, de una u otra manera somos fruto de quienes nos precedieron y de su accionar sobre la tierra y el mundo en el que vivimos; de la misma forma, quien firma estas líneas tampoco empieza ahora la aventura de las letras, de los libros, de la palabra escrita para ser leída (el autor promete una reseña autobiográfica en próximas entradas); pero sí que considera esta nueva andadura como el principio de una nueva jornada, como el retomar de un mismo deambular por un nuevo sendero. Cuánto dure este o adónde lo pueda conducir son extremos que el autor desconoce, pero lo que sí puede asegurar es que lo emprende con las ilusiones renacidas y el ánimo presto, mayor bagaje no se le puede ni se le debe pedir a ningún viajero.
Por último, soy consciente de que viajes como este son siempre viajes solitarios, de que todo lo que tiene que ver con la escritura y la lectura pertenece por definición al ámbito de lo propio, de lo enclaustrado, de lo que ocurre lejos del conocimiento del común de los mortales; sin embargo, desde esta entrada inaugural establezco como principio que todo comentario, toda frase de aliento, toda crítica con sentido y toda lectura atenta serán siempre bien recibidas.
Pues nada más por ahora. Sencillamente, pero con la solemnidad que el gesto requiere, me calzo las botas, me calo el sombrero, agarro el cayado y encaro el camino.