Esta mañana llegó pronto. Caminaba
sin prisa, dejando que la primavera recién llegada se le metiera en
el pelo y jugara con sus ropas. Nada más llegar, inició el ritual
diario de apertura: levantó el cierre metálico, abrió la puerta,
iluminó el escaparate y, pasados unos minutos, volvió a salir a
contemplar el ir y venir rutinario de la calle. Yo ya estaba aquí,
en mi puesto, como siempre. Atado a esta silla, a este escritorio y a
esta ventana. La vi arribar como el ferroviario al tren matutino, con
tranquilidad, con confianza, pero sin poder evitar la sorpresa de
verlo ahí, embocando la última curva. Al fin y al cabo nos
conocemos desde hace más de dos años, desde el día en que llegué
con mi silla, mi hermana y los restos de una vida a este segundo con
ascensor que constituye mi último y puede que definitivo caparazón.
Para ser exactos, nos conocemos justo desde la mañana siguiente,
cuando contemplé por vez primera lo que he contemplado hoy, aunque
seguramente eso ella nunca lo sepa.
Hacia las once salió a por el café.
Colgó el cartel en la puerta y se me perdió de vista camino de la
cafetería que hay en la calle de atrás. Lo de la cafetería lo sé
por mi hermana que se la ha encontrado allí alguna vez. A mi hermana
si la conoce. Ella baja a comprarle las revistas o los paquetes de
folios que yo le encargo. Con el tiempo he ido haciéndome de un buen
surtido de su papelería: cuadernos, lápices, carpetas, cartuchos de
tinta..., que guardo con cariño y acaricio con devoción de vez en
cuando. Como suele ser habitual, volvió apenas diez minutos después,
con un vaso en la mano y la cadencia oceánica con que mueve sus
caderas. Reapareció entre dos frases que no acababan de casar y su
melena negra, además de bandera, recuperó su virtud de bálsamo
para mí. Como en A tu lado, cuando
esa misma melena me cubría el
rostro y yo entreveía el
cielo azul envuelto en el perfume de sus cabellos. Cuántas veces he
acariciado ese pelo, cuántas veces descansara esa cabeza sobre mi
pecho. Regreso al trabajo con la tranquilidad de saberla cerca. Ahí
enfrente, tras los cristales del escaparate, tan solo a unos míseros
metros en plano inclinado. Noto su presencia apaciguadora y quiero
pensar que ella puede sentir mi aura como un velo protector, aunque
no sepa de dónde viene ni mucho menos qué nombre ponerle.
Escribo.
Escribo con el sabor de su boca en mis labios, con el regusto
de tantos besos rendidos, ofrecidos,
saboreados. Podría narrar de
memoria como fue el primero, el momento en el que nuestros labios
cayeron los unos en los otros por primera vez, creo (no creo, lo sé)
que lo conté en Por el camino. Como
me sé de memoria cada curva de su cuerpo, cada rincón recóndito de
su amada orografía. Como puedo inhalar en este mismo instante sus
aromas, desde el perfume que lleva y que yo le regalé, hasta la
fragancia más íntima que exhala su cuerpo. Escribo. Escribo como
siempre. Y recuerdo las noches y las tardes y las mañanas. El goce
infinito de tenerla en mis brazos mientras el tiempo se dilata.
Aquella suavidad cálida de su mano cuando paseábamos por los
alrededores de la finca de mis padres en Veredas.
La profundidad de sus ojos frente a la languidez de la tarde en la
terraza de aquel café parisino de Montmartre. La
violencia febril con la que penetraba su cuerpo, danzando
los dos en frenético aquelarre a
medio camino entre el placer y el dolor en La noche a
tragos. Sí, recuerdo, recuerdo
y escribo. Y la mañana va transcurriendo como tantas, sin
sobresaltos, como son las mañanas de los amantes cuando se saben el
uno del otro, cuando el efecto lenitivo del mutuo conocimiento
sosiega los espíritus a la espera de la intimidad necesaria para que
el amor y la pasión tornen a sus atávicos ceremoniales. Como suelen
ser nuestras mañanas: ella tras su mostrador, yo tras mi ventana y
flujos ininterrumpidos de sentimientos y de palabras cruzando cual
puentes colgantes la distancia vacía.
A las
dos menos cuarto, cerró la puerta acristalada, echó el cierre y
desanduvo la acera. Parecía cabizbaja, como preocupada, desde luego
nada parecido a su expresión de esta misma
mañana. Instintivamente me preocupé. Es cierto que la venta había
estado floja, que muy pocos clientes habían traspasado el umbral,
que muy pocas bolsas salieron ejerciendo la función para la que
fueran ideadas. Pero no menos
que otros días. Con el corazón encogido he oído
teléfonos mensajeros de la desgracia, he
visto sobres portadores de
malas noticias, o simplemente gotas que son las últimas, esas que
tienen la perversa misión de colmar el vaso. Alternativamente pienso
que me excedo, que soy un tonto, que vuelvo a caer en la trampa de
malinterpretar cuanto ocurre a mi alrededor. Sin embargo, sin poderlo
evitar, me encuentro de nuevo rondando la que ha llegado a ser mi
peor pesadilla. Aquella en la que un día cierra la puerta para que
no volverla a abrir jamás
y recorre por última vez nuestro trozo de acera. O su variante, en
la que una mañana su tienda
la ocupa un desconocido,
alguien incapaz de dar respuesta a las preguntas que le dirijo a
través de mi hermana. La misma pesadilla, aquella en la que, por un
motivo que siempre se me escapa, ella se marcha para siempre sin
decir adiós y sin elevar siquiera la vista hacia mi ventana. De
alguna manera, de alguna fatídica manera, vivo esperando la llegada
de ese día. Del día en que desaparezca y yo no sepa dónde
buscarla. Del día en que mi vida de invalido sea por fin y
definitivamente una vida inválida, desamparada, inútil. El mismo
día en que dejen de tener sentido estos textos que escribo. Los
relatos en los que hemos vivido nuestro amor. Estos relatos que con
el mayor de los esmeros compongo tras mi ventana para después
publicarlos en este blog, con la esperanza de que un día, al azar,
mientras navega distraída por la red, dé con ellos y se reconozca y
me reconozca y cruce la calle mirando hacia arriba, con los ojos
pequeños, intentando distinguir mi rostro a través del cristal.
Preciosa historia Cipriano, me encanta lo que escribes y como lo escribes. Ánimo, no lo dejes. Ya sigo tu blog. lo voy a compartir con mis contactos para que te puedan leer. ¡Un saludo!
ResponderEliminarMuchas gracias. La verdad es que tus palabras confortan mucho tras tanto tiempo de silencio. El camino ha sido largo pero creo que, al fin, lo que escribo tiene cierta calidad. Gracias por tu apoyo.
ResponderEliminarRealmente preciosa historia...una historia de amor que deseo que se convierta en realidad...como tu dices...que llegue el día en que mire distraída hacía arriba y vea tus ojos tras el cristal....un fuerte abrazo!
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