miércoles, 29 de mayo de 2013

Díptico de la muerte II


La luz de la luna entra por el ventanuco. La luna me acaricia el pelo, alivia con su bálsamo de frescor mi cuerpo magullado y torturado. La luz de la luna es la luz de la diosa y, aunque no pueda arrancarme estos grilletes, me brinda el único consuelo que dioses y mortales pueden ofrecerme. Mañana moriré. Es lo único que he entendido en los dos últimos días. Eso y el furor de los golpes y de los azotes. Eso y las miradas de odio y desprecio de mis verdugos. También sé cómo moriré. Lo sé porque ya lo he visto antes, porque es su forma de dar muerte a quienes caen en sus manos. Desnudos, expuestos en ese patíbulo suyo de dos maderos, lentamente. Si lo pienso con detenimiento, no tengo miedo a morir. En realidad, llevo desde entonces anhelando ese momento. A lo que tengo miedo es al dolor, a la lacerante desesperación de la agonía. ¿Acaso es humano no tenerlo? Sin embargo, ni siquiera es a eso a lo que más le temo. A lo que de verdad le tengo miedo es a la humillación, a la claudicación, a romperme en el último momento y suplicar por mi vida o por mi muerte, pero pronta, ya, y sin más sufrimiento. En el último trance quiero pensar en Tahíla y en el niño. Pero no como los vi la última vez, sino como fueron siempre. Quiero recordarlos juntos, él sobre su regazo, riendo y jugando mientras yo descargo el haz de leña y enciendo el fuego. Quiero recordarla a ella, corriendo de mi mano entre la hierba alta de la primavera el día en que hicimos el juramento ante la diosa, quiero recordar sus ojos, sus preciosos ojos, mirándose en los míos aquella noche de principios de verano. Pero quiero pensar en ellos sin lágrimas, para que mis verdugos no crean que lloro por mi muerte en lugar de por la suya.
Aunque, cualquiera sabe en qué piensan estos romanos. Aquí hemos conocido a otros pueblos, yo he conocido a otras gentes, pero nada de lo visto hasta ahora se les puede comparar. No hay más que ver su forma de luchar. Mi padre decía que a los hombres se les conoce por cómo se comportan en la lucha. Mi padre también está muerto, aunque él tuvo más suerte. Estos luchan de una manera extraña. Cerrados, apretados, escondidos tras esos escudos enormes, moviéndose como filas de insectos e hiriendo desde su concha. No hay honor en esa manera de luchar. Pero vencen siempre. Aun así, estoy seguro de que la victoria no es lo más importante para ellos, lo que de verdad les importa viene después. Porque estos no buscan vencer y llevarse el botín, estos vienen para quedarse. Ellos no se conforman con llevarse los tesoros de sus víctimas, lo que verdaderamente persiguen es esclavizar pueblos, convertir a todos los hombres del mundo en esclavos y que estos les obedezcan y trabajen para ellos como si fueran ganado. Por eso construyen aldeas fortificadas como esta. Para que todo el mundo sepa quienes son los que mandan y dónde reside su poder. Nada que ver con los otros, los de Cartago. La vida de su jefe les costó comprender que no podían llegar a sangre y fuego, pero lo entendieron. Y tuvieron que pactar. Aunque esa alianza ha sido a la postre el principio de nuestra ruina, de la ruina de toda la Oretania, la excusa final para la invasión y el expolio. No se les pudo vencer, pero tuvieron que pactar, tuvieron que respetar nuestro orgullo y nuestro linaje. En cambio estos no. Estos no respetan a nada ni a nadie. Exterminaron al ejército reunido por la confederación de ciudades, no dejaron piedra sobre piedra en Ossiria y hasta Kastilo, la orgullosa ciudad del rey Mucro, tuvo que rendirse para no ser destruida. Aun así, nadie, absolutamente nadie, hubiera pensado que fueran capaces de hacer algo como lo del otro día.
Habíamos oído que un grupo de los nuestros, uno de los que siguen resistiendo refugiados en la sierra, había atacado a un destacamento romano y dado muerte al que los mandaba. Sabíamos que habría batidas por la sierra, como ocurre en estos casos, incluso que habría algunas represalias, pero nada de tanta importancia como para que los hombres de la aldea dejáramos de cumplir con el dios-toro en su santuario de la encina. Partimos a la caída de la tarde, como manda la tradición, si digo que con malos presagios o con algún tipo de presentimiento sobre lo que iba a suceder, mentiría. Bien es verdad, como ya se encargó de recordarnos el agorero de Indivil, que la lechuza se levantó hasta en tres ocasiones al paso de nuestra comitiva, pero nadie prestó mayor atención a un hecho tan insignificante. A la salida del sol, como es preceptivo, ya estábamos ante el santuario. Celebramos todos los sacrificios para que el dios nos concediera el vigor necesario a nosotros y a nuestro ganado y presentamos nuestros exvotos agradeciéndole los favores recibidos. Comimos, bebimos y danzamos y, ya entrada la noche, dormimos cobijados por la encina sagrada del dios. A la mañana siguiente emprendimos el camino de vuelta. Ya desde lejos empezamos a divisar la bandada de buitres girando incesantemente sobre la aldea. Con el corazón encogido apretamos el paso anhelando escuchar en cada recodo el vocerío de la chiquillería que venía a recibirnos. Pero ese día todo era silencio. Un silencio desolado que cubría como un paño los alrededores de nuestra aldea. Un silencio reconocible: el silencio de la muerte. El último tramo lo hicimos a la carrera, en parte porque a esas alturas todo el mundo sabía que algo terrible había pasado, y en parte porque, con cada paso que dábamos, se hacía cada vez más perceptible el hedor de la destrucción. Y a pesar de ello, ninguno de nosotros podía esperar el espectáculo que habrían de contemplar nuestros ojos. Con la locura pintada en la cara y la desesperación ardiendo en los ojos, cada uno se precipitó en busca de los suyos. El aire empezó a llenarse de gritos de rabia, de llantos o de simples alaridos cuando los fueron encontrando. En mi caso, todavía llegué a lo que quedaba de mi choza con la vana esperanza de que los míos no estuvieran allí, que de alguna manera totalmente inexplicable hubieran podido escapar a la masacre y todavía anduvieran ocultándose por los campos. Sin embargo allí estaban. Allí, terriblemente quemada y cubierta de sangre reseca, estaba la mujer que más he amado en toda mi vida. Allí estaba mi amor, mi compañera, la ilusión de mis días, la madre de mi único hijo. Y en sus brazos semicarbonizados, aún apretaba la carne de ese hijo que tanto deseamos, la carne inerte, tierna y muerta de nuestro hijo, de la que alguien había cercenado la preciosa cabeza de pelo ensortijado.
Quise morir y quise matar. Quise morir y quise matar a un tiempo, sin tan siquiera saber cual de las dos cosas ansiaba más. Por eso, cuando aquella misma noche Pronio, el brujo, proclamó que los dioses reclamaban la sangre y las entrañas de uno de los asesinos para acallar los gritos de los muertos, yo fui el primero en ofrecerme. Yo, que siempre tuve fama de descreído. Yo, que nunca había destacado ni como guerrero ni ante el altar. Sin embargo, algo tuvo que ver Pronio en mis ojos para que, apartando con el brazo al resto de los candidatos, me eligiera a mí. Guardamos el día de sacrificios que se le debe a los muertos y fijamos para la noche siguiente lo que había que hacer. Todo ese tiempo vive en mi cabeza como entre nubes, como cuando bebes demasiado y la noche se te entremezcla y tú amaneces al día siguiente igual que si fueras un extraño. Así amanecí yo agazapado ante la empalizada de troncos. Los hombres que me acompañaban quedaron atrás, en silencio, a la espera. Comencé a arrastrarme lo más sigilosamente posible. Había muy poca luna, eso era bueno. Tenía miedo, eso era malo. No miedo a que me descubrieran o a que me capturaran, eso no tenía importancia. El miedo era a fracasar, a fallar definitivamente en lo único que me quedaba por hacer en esta vida. El miedo no se vence, el miedo te lo tragas y lo llevas encima como un fardo o una mala digestión, pero sigues adelante. Habíamos estudiado el sitio. Desde que empezaran a levantar los muros, lo sabíamos. Si se podían escalar sin ser vistos era por allí, por la esquina que daba al cerro. Empecé a trepar. Lo hice con los músculos tensos y el sudor corriéndome por el rostro y por la espalda. Lo hice esperando que, en cualquier momento, la cara y la lanza del centinela aparecieran justo ahí, arriba, a un paso, y todo se malograra. Todavía esperé un poco al llegar al final, para recuperar el aliento y para encomendarme a los dioses. Luego me asomé y vi al guardia parado, de espaldas. Por un segundo caí en la cuenta de la imposibilidad de que no me hubiera oído, de que no se hubiera percatado de que yo estaba ahí, a tres pasos escasos tras él. Pero, fuera o no posible, salté al otro lado y me abalancé como un poseso sobre su espalda. Entonces sí, entonces intentó volverse, pero ya era tarde. Lo único que pudo hacer fue lanzar un grito que no necesitaba traducción y que sellaba mi destino. Lo agarré con fuerza y le pregunté al oído si recordaba a Tahíla y Jairel. Sé que no pudo entender lo que le dije, pero aunque lo hubiera hecho tampoco habría podido contestarme porque a esas alturas yo ya le había abierto la garganta con mi puñal. Con las fuerzas que me restaban, volteé el cuerpo hacia fuera y me quedé a esperar al resto de la guardia que ya alborotaba por toda la muralla.
Ahora Pronio y los demás ya disponen de la sangre y las entrañas de uno de los asesinos, para que los dioses se aplaquen y los gritos de los muertos se acallen, y yo voy a morir. No les tengo ninguna envidia. Una vez que hayan concluido lo que vinimos a hacer, comprenderán que no tienen nada ni a nadie en este mundo, y que su único futuro es vagar como lobos expulsados de la manada. Mi parte, al menos, está concluida. Aunque sé que no es suficiente, que nunca podrá ser suficiente, no deja de ser un consuelo pensar que no tengo ningún futuro por el que vagar. Hace rato que la luz que entra por el ventanuco ha cambiado. La hora está cerca. Quería matar y quería morir, ahora ya solo me resta morir. Tahíla, amor mío, espérame que ya falta poco. Haremos juntos el viaje y llevaremos a Jairel de la mano para que no se pierda por el camino. Tahíla, amor mío, dame tú las fuerzas que me faltan para afrontar lo que me queda que pasar. Tahíla, amor mío.

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